
El padre José Manuel era -es- un sacerdote que, desde que, tras estudiar en nuestro Seminario Diocesano y en la Universidad Gregoriana de Roma, fue ordenado en 1991, en sus diferentes tareas pastorales como Rector y Profesor del Seminario, como Delegado del Clero, como párroco en San Antonio de Padua, en San Juan Bautista, como Arcipreste de Chiclana y asesor religioso de la Asociación Madres de Nazaret, nos ha explicado las diferentes maneras de alimentar la fe mediante oración, ese fecundo manantial en el que ha bebido para nutrir su fe en una vida trascendente. En todos sus ministerios ha vivido su sacerdocio como un seguimiento a Jesús de Nazaret, asumiendo los valores y el estilo del Evangelio, pensando, sintiendo y cumpliendo la gozosa tarea de acompañar, de consolar y de aliviar los sufrimientos de las personas más necesitadas. “En estos últimos días estoy encerrado en casa SÍ, pero con el corazón muy abierto al amor de Dios dispuesto siempre a servir a quien necesite de mi ayuda”.
En sus clases, en sus homilías, en sus catequesis y en sus conversaciones nos ha invitado amablemente para que creyéramos y viviéramos las enseñanzas de Jesús de Nazaret. Su bondad se traducía en prudencia, en humildad, en austeridad, en esperanza y en una entrega incondicional a las familias heridas por la pobreza, por el paro y por las experiencias del fracaso y de la separación. Ha acogido, acompañado y amado a los que, a su alrededor, sufrían unos problemas lacerantes. Su luminoso ejemplo nos seguirá orientando, mantendrá su presencia y evitará la desaparición total. Las huellas de una persona en la vida de otra son indelebles, no las puede borrar ni la misma muerte. Ha fallecido un sacerdote bueno, un estímulo de esperanza en medio de un mundo ensombrecido, un creyente que ha abierto caminos por los que sus conciudadanos, sus hermanas y hermanos, vivieran en paz, en justicia y en amor. Que descanse en paz.
José Antonio Hernández Guerrero